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El exótico término que antecede no es sino la constatación de un hecho claro: cada vez un mayor número de voces consideran que los objetivos del Acuerdo de París (reducir el nivel de emisiones contaminantes para evitar que el incremento de la temperatura media global del planeta supere los 2ºC respecto a los niveles preindustriales) no son factibles de alcanzar con las medidas que a día de hoy se están tomando.
De ahí que cada vez tome más fuerza la idea de llevar un paso más adelante la conocida idea de «quien contamina paga» [1]: hacer pagar por la emisión de gases contaminantes y, especialmente, por las emisiones de CO2.
Por tanto, el debate creciente es: ¿cuánto ha de pagarse por cada tonelada de CO2 que se emita a la atmósfera?
Si hace algunas semanas nuestro compañero Diego nos hablaba de los planes existentes para poner una suerte de «ecotasa» a los vuelos en avión, el concepto de ponerle precio al CO2 va mucho más allá, buscando que «el impacto directo en el bolsillo» sea un elemento catalizador de un cambio mucho más veloz y en muchos más sectores.
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